Mi madre era una cocinera sin par. Nadie preparaba como ella las paellas. Sus guisos, las salchichas, albóndigas y croquetas caseras eran un manjar de dioses. En los postres no tenía tampoco parangón; majestuosos mantecados, tartas, turrones que llenaron mi tripa y saciaron tantas veces mi gula. Muchos años después sigo pensando constantemente en tan exquisitas viandas. Mi querido padre se encargaba de la búsqueda de materia prima; siempre de primerísima calidad, huelga decir. No escatimaba en tiempo ni recursos cuando se trataba de comida. También buen cocinero (su especialidad eran las migas y los callos) ponía tanto entusiasmo en buscar los ingredientes que delegaba casi siempre en ella para la elaboración de los platos.
En mi decimoctavo cumpleaños mamá me animó a pertrechar -y ejecutar- una de sus recetas: piña rellena. Como otras veces, fui con mi padre en busca de los componentes y, no sin sudor, a la hora acordada la proveímos del material. Ese día, además de dejarme hacer el rico postre, tenían reservada una grata sorpresa: De ahí en adelante, se ponían en mis manos para abastecer de ingredientes la ilustre cocina. Papá comenzaba un tratamiento por ciertas contusiones en las rodillas y necesitaba reposo; yo con el carnet de conducir recién sacado, podía moverme con facilidad. Y obviamente no rehúse la responsabilidad, hasta me sentí complacido. Desde que tenía ocho años siempre lo había acompañado y con la mayoría de edad podía asumir la tan edificante responsabilidad.
Paella con costillas a la cerveza
Todos los domingos comíamos paella y era imperioso tener el producto fresco, en este caso la carne, el sábado. Fue la incursión inaugural en solitario a por comida, y no se me dio mal. Los sábados por la noche había mucho género donde elegir. Nunca frecuentábamos los mismos puntos de abastecimiento pero siempre éramos capaces de conseguir sin problema ingredientes de calidad. En los días de diario era mucho más complejo, pero con los años, mi progenitor mejoró su técnica hasta la perfección. Esa primera vez salí hasta la zona antigua de la ciudad. El arroz requería de costillar tierno con algo de casquería para dar más sabor; después de entrar en varios locales y analizar la oferta, opté por fin por un género que más tarde se revelaría como excepcional.
Marta tendría unos dieciséis años, era pálida, delgada y no muy alta. No me costó mucho convencerla en parte gracias a su intenso estado de embriaguez. Su amiga también bastante borracha bailaba al son de los últimos éxitos electro latinos. Ni se enteró cuando cogí de la mano a Marta y marchamos fuera del local. Tenía la furgoneta cerca y, antes siquiera que preguntara algo, ya la había dormido.
Estrangularla fue fácil, era un cuello delicadísimo que me llevó un minuto escaso romper. En la parte de atrás del furgón hice el despiece; media hora después tenía unas maravillosas costillas y unos buenos kilos de vísceras de primera calidad. Con el aspirador de líquidos limpié mi obrador móvil y llevé mi primera “compra” a casa. Allí mis padres esperaban impacientes y con los ojos humedecidos en la entrada. Nos abrazamos los tres; no disimulaban su alegría, estaban orgullosos de su hijo. Esa fue una jornada de emociones inolvidable, aún conservo las hermosas fotos del momento como recuerdo.
Aquel domingo mamá preparó una paella que quitaba el sentido; siempre sospeché que la hizo con especial cariño para premiar mi iniciática “gesta”. El arroz en su punto exacto, y una carne guisada del costillar tiernísima que se deshacía en la boca; fusionado todo con las verduras, cachitos de riñones, hígado a la cerveza y el característico sabor del azafrán, era en conjunto toda una ambrosía con mayúsculas. Jamás quitaré de la cabeza esa egregia paella.
Sesos rebozados a la sangre
En el comienzo de su reposo a papá se le antojó una de las recetas más suculentas del recetario de mi madre, los sesos rebozados. Recuerdo de niño que según su procedencia bromeábamos con llamarlos “sesitos” o “sesotes”, dependiendo si provenían de crías o por el contrario eran de ejemplares más maduros. Más adelante mamá empezó a ser puntillosa con el tema sanitario, sobre todo después del problema de “las vacas locas”, y desde entonces nunca cogimos ejemplares que aparentasen mayores de diez años.
Lo pasaba muy bien con mis primos jugando a “quién come más”. El ganador pensábamos que se convertía por un día en el más inteligente de todos ¡Bendita inocencia! Y no, no hacíamos caso cuando nos abroncaban por temor a los empachos; es que los sesos rebozados que mamá cocinaba entraban solos, tenían una textura tan cremosa y agradable que no podíamos resistirnos al atracón.
Esa vez también me tocaba actuar solitario. Buscar los sesos frescos entre semana era tema delicado. Para agradar, y más sabiendo que los sesos de lactantes eran los preferidos de mi padre, escudriñé concienzudamente en las zonas preestablecidas por él: los parques. Con la invención de los móviles y las redes sociales nuestras búsquedas comenzaron a ser más y más fructíferas; los padres se volvieron descuidados y la viscosa sustancia mucho más viable de conseguir.
El nene se llamaba Iker; su nombre venía bordado en el babero y estaba dormidito como un lirón cuando lo cogí del carro. Para acopiarnos de piezas tan tiernas solíamos vestir de operarios del ayuntamiento. Con esa indumentaria se pasaba completamente desapercibido en los parques y raramente regresábamos sin tener éxito; y claro, yo ahora sin ayuda, no quería ser menos.
Al pequeño le trepané la cabeza en pocos segundos, su cráneo por suerte aún estaba sin formar. Fue mercancía fácil y rápida. Cuando al ir para casa miré por la ventanilla, el abuelo que cuidaba del carrito aún no se había percatado de nada; una escena muy habitual.
Mi madre me recibió con un sonoro besuqueo cuando puse en sus manos el tupper con los sesos de Iker. Para la cena los blanqueó en agua con sal y preparó como solo ella sabía, dando un toque final con sangre en el mismo rebozado. Exquisitos es poco decir; el delicioso bouquet que desprendían no hacía honor a una textura y sabor aún superiores; un contraste agridulce extraordinario. Además esa velada recuerdo fue muy cinéfila; acabamos todos juntos emocionados viendo “La lista de Schindler”. Qué buena y emocionante película, cuanto y cuanto lloró mamá con ella; ya no se hacen películas así.
Era un secreto a voces, todos sabíamos que esta vez la receta hacía honor al patriarca; un hombre al que debemos mucho, sin cuya ayuda hubieran sido imposibles tantos y tantos “sesudos bocatas”.
Albóndigas de tendera
Sin duda la receta más original y exclusiva de mi madre eran las albóndigas, las de tendera. No podíamos comerlas más que unas pocas veces al año, acentuando la gracia del plato todavía más. Comenzó como una broma cuando mi tío Luis alabó el magno tamaño de las albóndigas de mamá; y dijo en tono distendido que tenían el volumen de todo un trasero de tendera. Con ese nombre se quedaron.
Por supuesto mi madre, tan docta en la cocina como socarrona, quería hablar con propiedad de su receta. Dio órdenes a mi padre para conseguir, una o dos veces al año, el trasero, pernil y los pechos de alguna de las tenderas de la ciudad; a ser posible lozana, entrada en carnes. Papá, después de estudiar estos negocios durante años, seleccionaba los más “indicados”. Las engatusaba en la hora de cierre haciendo un buen pedido, y dependiendo del sector de negocio, encargaba frutas, pasteles o ropa. Era un experto.
Reconozco que a mí no se me daba tan bien. Creo que la evidente juventud hacía sospechar de mis propósitos y tenía que posponer incluso por meses muchos de los planes. Pero con tesón y tiempo pude ganarme la confianza de una hermosa frutera. Tenía unos cincuenta años; su sobrepeso y simpatía la remarcaron como candidata a ofrecer una carnosa y excelsa materia prima. Fallé como un principiante en el cálculo de mis fuerzas. Mi amiga Rita “la frutera” pesaría sobre 120 kilos y me fue materialmente imposible trasportarla hasta la furgoneta.
Rita murió desangrada en su propio almacén después que cortara sus dos piernas y descarnara sus senos, no sin antes extender el necesario plástico protector por suelo y paredes.
Recogí la controlada sangría con mi aspirador y, ya con mucho menos peso que cargar, la introduje por partes en el furgón. De Margarita recuerdo con cariño como siempre metía un kiwi demás cuando completaba los ocho que llevan un kilo. Un amor de persona pero quizás con los precios algo altos, eso sí.
Con ese magro y grasa, mamá preparó un soberbio picadillo; lo aliñó con su receta secreta de especias con leche y puso miga de pan como de costumbre. Estas albóndigas las acompañó con unas simples patatas fritas y una muy buena salsa al vino. Gustó tanto el plato en la reunión familiar que mi tío prometió regalarnos a mi madre y a mí entradas para el zoológico de Santillana. Y qué bello mariposario vimos en este zoo, inolvidable.
Estofado de la casa.
Mamá tristemente nos dejó una noche de verano justo antes de preparar la cena. El estruendo del golpe y la caída de cacharros en la cocina nos alertó; una vez allí sólo pudimos constatar su muerte.
Desde la implantación general de los CSA1 , nuestras salidas a por nuevos ingredientes se habían reducido casi a la nada. Ella ya anciana no lo llevó del todo bien y yo tenía que recurrir al mercado negro para conseguir productos de calidad, pero a un coste económico muy alto, desorbitado. Mi madre añoraba aquellos buenos tiempos a principios de siglo cuando, día sí y día también, en mis salidas recolectaba gratis esplendidos ingredientes para su fogón. Con la nueva ley del 2050, nuestras “libertades culinarias” se vieron reducidas a la mínima expresión. Esa legislación anti criminal daba tranquilidad en las calles pero también aniquilaba nuestro modo de vida. Así mamá fue cayendo poco a poco en episodios tanto melancólicos como depresivos; y su cuerpo comenzó a somatizar la fatal enfermedad.
La noche quedó huérfana de sus maravillosas recetas; lloramos durante horas su pérdida. Pero antes de que la “autoridad virtual” reconociera la muerte debíamos llevar a cabo su última y póstuma gran receta: el estofado de la casa. Nos había legado por escrito toda una postrera obra maestra. Papá ayudó dentro de sus mermadas posibilidades y entre ambos descuartizamos el cadáver. Lo recuerdo absorto en su trabajo como nunca; y como, con unos cortes precisos, fileteó con maestría las caderas y el glúteo mayor. Hizo lo mismo con los gemelos siguiendo a rajatabla las explicaciones por escrito de su amada esposa.
La primera carne del estofado estaba preparada en la mesa. Ahora le tocaba el turno a él. Desde el año cincuenta y dos iba en silla de ruedas. Tenía dinero suficiente para comprar unas piernas artificiales pero, siempre mirando por nuestro bienestar culinario y alimenticio, se negó a adquirirlas. Papá era el penúltimo ingrediente de tan insigne guiso. Nos despedimos durante más de media hora; aún abrazados le ayudé a tomar un psicobarbitúrico. En dos minutos su cuerpo estaba encima del obrador completamente inconsciente; lo asfixié con una de las bolsas de vacío de sus sábanas nórdicas y dándole un beso en la frente comencé las mutilaciones.
La carne más selecta de su cadáver pasaría a ser el sentido y especial estofado. Mientras lo hacía no pude evitar pensar en otro recuerdo emocionante; el guiso que hicimos de mi primera novia Nerea. Cómo no, mamá nos deslumbró aquella noche con un manjar exquisito y me felicitó por haber tratado a esa chica tan bien durante un lustro. La cogí mucho cariño, curiosamente quizás más después de comerla.
Pero esta era una receta superior, la compondrían ahora sí, los más selectos ingredientes de casa; además con tiempo limitado, pues en menos de una jornada tenía que dar buena cuenta de lo que fuera capaz de comer
Dispuse todos los utensilios para recoger el último ingrediente y dar el toque especial que requería la receta de mamá. Mientras los robots de cocina agilizaron el preparativo de la guarnición yo comencé sin miramiento mi auto amputación.
Las instrucciones además eran precisas: nada de anestesia ni drogas; la primera desvirtuaría el sabor final del estofado y la segunda impediría los cortes precisos. Fue duro, he de admitir. Cortar el escroto y amputar los testículos además de doloroso llevó un tiempo. De hecho estuve a punto del desmayo en varias ocasiones pero gracias al espejo y a un bien afilado bisturí la disección salió cuasi perfecta.
Sin dilación debería proceder a la cisura del pene. Estaba perdiendo mucha sangre y el siempre bien irrigado miembro precipitaría el desangramiento; no tenía tiempo que perder y de un solo tajo corté por la base mi curiosamente erecta parte. Esta vez sí perdí por unos minutos el conocimiento, aunque desperté conmocionado todavía tuve fuerzas para añadir mis últimos y sanguinolentos ingredientes. Vendando la zona para cortar la hemorragia pude terminar el guiso satisfactoriamente; olía de maravilla, dejaba la casa llena de un olor penetrante a carne especiada.
Nuestro robot colocó la guarnición de judías verdes y emplató una ración doble. Maridé con un excelente Bierzo del 2016 que encontré en bodega, y me puse en la mesa; Comí degustando como nunca cada textura, cada sabor. Mis progenitores, incluso parte de mí, formaban el más suculento manjar que jamás había probado; con desdicha fui consciente de que se acababa lo que yo creía sempiterno yantar hogareño.
Y sería el último; la perdida de sangre estaba haciendo mella, me debilitaba, apagaba mi razón por momentos. Con el lastimero fin en ciernes empecé a sentir difusos escalofríos en las extremidades, zumbidos en los oídos y un sordo dolor en el bajo vientre. Lenta, gradualmente una letárgica realidad me abrazaba; recuerdos, sensaciones que luchan por abrirse paso. Pude ver y paladear infinidad de comidas pasadas; como el festín de barbacoa que nos dimos con los restos de mis abuelos; parecía catar el rico asado navideño del 2030, aquellos trillizos tan sabrosos churruscaditos que de nuevo parecían estar en mi paladar; y cómo no, recordé a Marta, la primera “conquista”.
Ese pasado, el propio tiempo parecía una dimensión entumecida hasta que la súbita restitución de consciencia me acercó al placentero, certero final. Con un dulce hormigueo en el cráneo y hundiéndome en una neutra luz, ya solo un único pensamiento de gula estremece mi moribundo ser: ¡Qué banquete se van a pegar los gusanos!
Brutal!!! Brutal!!! Es la palabra que define este relato.
Me ha fascinado tu manera de relatar de meternos en situación.
Cada descripción!! Nunca pares de escribir Jcortega.
Deseando volver a leerte.
Un saludo.
Susan B.
Muchas gracias Susan B.