El año 1959 no tuvo un buen comienzo para los habitantes de la localidad sanabresa de Ribadelago. En la madrugada del 9 de Enero sus vidas fueron truncadas en pocos minutos. Tras un temporal de lluvia, el río Tera colmó de forma irremisible la endeble presa sita ocho kilómetros rio arriba, rompiéndola y sacando a relucir una tan deficiente como negligente construcción que costaría la vida de 144 personas. Sólo se pudieron rescatar una ínfima parte de los cuerpos; el resto siguen desaparecidos en aguas del lago de Sanabria donde fueron conducidos por la corriente hace medio siglo.
Muchas son las leyendas que a posteriori se contaron dentro de veladas y reuniones en la comarca. Aquí os invito a descubrir una de ellas, donde el arraigo de la fe y la familia dan cabida a la ¿mediación sobrenatural?
-para mi tío Javier-
NOCHE EN RIBADELAGO
De J. C. Ortega
Padre me hacía daño en la muñeca; tanto apretaba que podía sentir el latido de mi corazón en ella. No tenía ni idea de por qué nos había despertado a esas horas de madrugada. Lo primero que pensé fue en la guerra de la que tanto hablaba, de esa guerra que le enemistó con tío Juan. Y pensé en la guerra más aún cuando le vi agarrar tembloroso la escopeta y los cartuchos. Chemita iba con el quinqué delante, tampoco hizo pregunta alguna a padre; no dijo nada, sólo resoplaba y resoplaba por el acelerado paso. Desde nochevieja estaba huraño, como ensimismado, pero eran fechas malas para todos y pensábamos que se le pasaría.
Justo cuando él me desveló estaba soñando apaciblemente con nuestras vacas, todas felices pastando en medio de las turbas ya en deshielo. Soñaba con el revoltoso Carrancas que ladraba, que perseguía a las mariposas entre los piornos y brezales; pero, sobre todo en esta fantasía, lograba saborear de nuevo pan recién horneado, el pan de centeno con mostajo que siempre hacía mamá. Me desperté así, sonriendo por ese recuerdo, el de sentir a nuestra madre aún viva. Al momento observé asustada a pocos centímetros los pequeños y rasgados ojos de padre. Me ayudó a vestir, me puso sus calcetines mineros y abrigó hasta la nariz. No pude retener unas arcadas nerviosas cuando me cogió tan fuerte del brazo para salir presurosos de casa. Carrancas estaba fuera con las vacas y ladraba impetuoso para conducirlas al camino más elevado del norte.
A esas extrañas horas, con el frío y la penumbra, con la incertidumbre, todo parecía un mal sueño. Padre mandó frenar de repente a Chema y señaló, con su dedo alumbrado por el quinqué, hacia la peña del Sotico. Mi hermano al ponerse de nuevo en marcha reparó en mí y, tranquilizándome con un beso en la frente, susurró que apretara el paso; fue entonces cuando por un segundo pude ver bajo la tenue luz el mismo miedo en sus ojos, mi hermano mayor estaba casi llorando.
Llegando a la peña, los enormes calcetines de lana se habían escurrido casi por completo haciéndome cojear del dolor; padre al oír mis gemidos nos dejó descansar y por fin soltó la muñeca. Ya no sentía el brazo, sólo un creciente hormigueo que impidió colocarme bien los calcetines. Dejé de intentarlo y hasta olvidé el dolor, cuando quitándose la escopeta de la espalda nos dijo con voz de súplica que miráramos al frente, que observáramos bien Ribadelago. Alcancé a ver entre los espasmódicos sollozos la veleta de la iglesia, la casa de Fernando y la farola de la plaza con su luz mortecina, que a duras penas se distinguía desde esa posición.
Era obvio, el pueblo dormía tranquilo y no había atisbos de esa guerra, de ninguna guerra imaginaria. Sin duda, padre se había vuelto loco y nuestro fatal destino era suyo. Chemita a su orden orientó la luz sobre la vieja cartuchera. Temblando, pero con pasmosa claridad, vi como padre cogía de ella dos pares de cartuchos y me mareé asumiendo nuestro final. Cargó el arma posando por unos segundos sus ojos en nosotros y disparó. Lo hizo al aire, dos veces y repitió otras dos. Con el eco del último tiro unas cuantas luces del pueblo se encendieron y muchos de los perros comenzaron a ladrar. Sin saber que hacer ni pensar, con miedo a morir, abracé a mi hermano con fuerza. En medio del abrazo el mayor de los estruendos hizo temblar la peña bajo nuestros pies. Padre respondió al terremoto impávido y, más determinado que nunca, siguió disparando hasta agotar la munición; después azuzó a las dos últimas vacas para que subieran con Carrancas hasta nuestra altura. En lejanía las campanas comenzaron a repicar y lo que parecía el espantoso ruido del fin del mundo llegó, lo hizo en forma de marabunta de agua; de una impía ola negra, infinita, propia del mismísimo infierno. Todo, desde el creciente bullicio del pueblo, hasta el sonido de nuestra respiración, fue engullido por esa lengua asesina.
Aún tiritando junto a Chemita, pude escuchar claramente -tanto que resonará por siempre en mi cabeza- a padre llorar, bendiciendo el nombre de mamá con su cabeza en dirección del negro cielo, dando las gracias a mi fallecida madre hasta casi el desmayo. Sí, bendita, bendita ella que nos dio por dos veces la vida.
Desde mi convalecencia.
Valga esta entrada como dedicatoria a todas esas humildes personas de Ribadelago que fueron tanto victimas como testigos del desastre. Que sea crítica de la inacción y dejadez en los años de la dictadura frente a hechos semejantes. Y por último, que sirva también como alegato contra la España vaciada, siempre a favor de una vuelta a la más sostenible y sana vida rural.
Si queréis saber más:
https://es.wikipedia.org/wiki/Cat%C3%A1strofe_de_Ribadelago
https://descubresanabria.com/actividades-en-sanabria/centro-de-interpretacion-del-parque/