Mórbidos y calurosos saludos desde el CovidAverno hispano. Siguiendo nuestros apocalípticos derroteros vamos a degustar ávidos la personalísima historia de Fama de Cronopio; una nueva versión de «Ocho minutos» que casa de las mil maravillas -porque yo lo digo- con el tema de los bonaerenses Plan 4, «Soy el fin» como BSO. Disfruten pues.
https://www.youtube.com/watch?v=Ekv0eJv2F1w
OCHO MINUTOS (o más, o menos)
De Fama de Cronopio
Lo anunciaron, era inminente. Si lo creía o no, cosa mía. De acuerdo con los cálculos, El Final llegaría en 8 minutos, o 10, o 6, o más o menos. Me hallaba del otro lado de la ciudad, lejos de mis seres queridos.
No había wifi, ni datos. La señal celular, brillaba por su ausencia, culpa de las estrambóticas radiaciones de estos últimos días.
Así, ocupé los siguientes dos minutos en pensar en todos ellos: mis padres, mis hermanos, mis amigos, mis hijos y su madre, mi único amor. Desee que todos mis pensamientos les llegasen, y pudieran, desde donde se encontraran, pasar estos últimos momentos en paz, dentro del contexto de lo que El Final significaba. Mis hijos estaban instruidos, y nuestra vida había sido plena. Teníamos un protocolo, por si acaso. Me encontraba, extrañamente tranquilo.
Bajé 39 pisos por unas escaleras pletóricas y caóticas. Los Elevadores estaban atestados, y la locura reinaba; acaso quienes viviesen muy cerca podrían llegar a su casa. Tardé 3 minutos en bajar, calculé aproximadamente 5 minutos desde que la alerta había sonado y el anuncio pronunciado. No quería terminar mis días encerrado en mi oficina, aunque la vista fuera sensacional.
Así fue como salí al desconcierto terrenal, en la cosmopolita Avenida de la Reforma. El caos mandaba dentro del caos mismo. Coches chocando contra otros, y otros arrollando transeúntes. Gente corriendo y gente en el suelo, llorando y pataleando; gente tranquila con la que intercambié miradas de agrado y complicidad, sabiéndonos resultado de un plan de paz bien ejecutado con nosotros mismos y los nuestros. Observé un puesto de esos de los que vendían dulces y refrescos y tomé un cigarro, lo encendí utilizando un encendedor que recogí del suelo. Era mi día de suerte, pues no gaste casi nada de tiempo en ello. ¡Todo estuvo a mi alcance en un santiamén!
Poco a poco, el cielo de la tarde se anublaba. Sin estar en la más completa penubra, la luz se atenuaba rápidamente, es decir, perceptiblemente. Di una fumada al cigarrillo, y miré a mi alrededor. Caminé 30 metros al restaurant del hotel Marquis y entré, con la esperanza de tomar una cerveza, para llevar, esta vez. ¿Qué les digo? Fue lo primero que se me ocurrió. En menos de 1 minuto tenía ya un cigarrillo en mis labios y una corona en las manos -otra en la chaqueta-. Una corona fría, como el mundo que se avecinaba.
No sabíamos a ciencia cierta como sería el final, ni como llegaría. No se sabía si sería algo instantáneo o sufridamente prolongado. A ese respecto se habían pronunciado un sin número de científicos y religiosos, poetas y filósofos, pero no hubo consenso. Esto del Fin del Mundo era un tema sofocante en el que todos nos habíamos desgastado en los últimos meses, desde que se dijo que el Sol se apagaría. Se había dicho que tardaría más tiempo en suceder, también se dijo que ocurriría más temprano que tarde; nadie sabía qué hacer, si creer o no en lo que se informaba.
Y así, no hubo orden ni sabiduría capaces de arropar a la humanidad entera. Unos huyeron a las montañas, se supo. Otros a los mares e incluso a los desiertos. Caravanas de andantes salían de las ciudades, como si fuese el exterminio para ocurrir solamente en las metrópolis. Hubo quienes hicieron caso omiso, y continuaron con su vida como si nada pasara. Y hubo quienes nos habíamos ocupado de entender la situación en familia y refugiarnos dentro de nosotros mismos, instruyéndonos.
Ese había sido el mejor de los planes: recorrer nuestra vida en imágenes y entender que el final del camino sería al mismo tiempo para todos. Fuimos felices-melancólicos. Continuamos yendo a trabajar, los niños a las escuelas, que cada día estaban más vacías, como las oficinas. Miles se encerraron en sus hogares, luego de vaciar las tiendas.
La interferencia en las señales celulares era otro tema, pues llevábamos años de respirar en ello, como si aquello fuese el verdadero dios reinante en una sociedad perdida y escudada en la tecnología. Quienes habíamos optado por abrazar el final como un acto de liberación al Universo, nos reconocíamos inmediatamente al cruzarnos en las calles.
En ello pensaba mientras apurado y, sin prisa, caminaba hacia la Estela de Luz, el anti-monumento, proclamado así por el propio pueblo. Se me había ocurrido que sería un lugar dominante para dar inicio a la cuenta final que, insisto, no se sabía de bien a bien de cuánto y cómo sería.
Habían pasado ya 7 minutos desde el anuncio aquel.
Ojalá Hawkins viviera, pensaba; o Sagan… ojalá y el fin del mundo nos hubiera cogido en un fin de semana, uno cualquiera, pensaba mientras miraba atónito el epígrafe frente a mi expuesto, en el muro oriente de la plaza de la Estela: Estaremos bien en el Refugio, los 33.
Última frase lapidaria, no sabemos si de esperanza como la análoga y bienaventurada expresión hecha por los 33 mineros chilenos en su celebre hito de supervivencia; pero sea como fuere transmite la incertidumbre connatural de todo ser humano hacia un cercano cambio de paradigma existencial.
Por supuesto muchas gracias al escribiente Fama de Cronopio por su magnífica narración.
Huelga decir que podéis seguir enviando vuestros escritos a relatos@metalobscura.com. Como siempre -y más que nunca- inicuos, apocalípticos saludos. Mucha fuerza y salud a todos.