Después de la celebración del aniversario de la Independencia de México y revivir de una heroica madrugada con cañonazos de alcohol, ahora tocaba festejar la llegada de unos hijos de la noche procedentes de Suecia.
La metrópoli estaba teñida de gris; el sol poco a poco caía como ceniza. Alrededor, de las 6:30 comenzó el acceso, un poco después de lo estipulado. No obstante, todo fue rápido y sin ningún problema. Humo, sombras y un estrépito me recibieron. Un sonido nítido de guitarras que mezclaban la delicadeza con la cólera envolvió a todos los que ingresaban al recinto.
Matalobos estaba en la casa para darle a probar al público de su letal veneno. Como una pesadilla que extendió sus garras, los oriundos de León tomaron a la masa para llevarlos por páramos escalofriantes y sobresaltos de bestialidad. Asimismo, una voz melodiosa que se rompía en arrebatos de pesadumbre se fundió a guitarras que se incrustaron directamente en el pecho. Por consiguiente, la banda se llevó el aplauso más que merecido.
Siluetas y murmullos se revolvían entre luces moribundas; de un momento a otro, una deidad dividida en cinco tomó su lugar en el altar. Cenotaph, el dios mexicano del death metal, salió para demostrar que tienen todo el poder para hacer temblar la tierra. Sus riffs fueron como el acero más afilado; además, su batería y su bajo golpearon como martillos de guerra.
Fraseos lentos matizados con arranques vehementes dejaban en claro que la leyenda se mantiene con la tenacidad en el corazón y con fuerza ciclópea en la ejecución musical. Las guitarras de los maestros Julio Viterbo y César Sánchez no palidecen; se mantienen como dos cazadores de cabezas. Globalmente, la agrupación exhibió con pericia que su fuego sigue vivo y lo constató al ofrendar a su público una muestra de lo que vendrá en su nuevo álbum. En consecuencia, el público reverenció a la deidad.
La noche avanzó como una vela que se consume entre historias; un escenario vacío esperaba una ominosa presencia. Después sonaron unas notas alargadas con un tinte rojizo. Como resultado, unos engendros tomaron posesión del recinto. Tribulation soltó las primeras notas; el sollozo de los asistentes golpeó las paredes.
Acordes fúnebres se extendieron para llenar cada alma y transformar el Supremo en un misterio construido de historias noctambulas. Seguidamente, replicaron piezas como: “Melancholia”, “Hamarthia”, “Axxis Mundi” y “Lament”. De modo que el mar de sombras se entregó con gritos y aplausos al ritual de la flama negra.
Corredores espectrales se construyeron por medio de una voz de ultratumba; guitarras que danzaban como espectros se unieron con una batería y un bajo que se delineaban como la bruma; por lo cual el perfecto relato gótico fue erguido de la mano de Tribulation.
Los fantasmas iban entre notas negras; el público era consumido por la umbrosa presencia de los suecos que sumergidos en la flama entregaban un corazón delator para los mexicanos. Así que el momento final de la velada se anunció con un réquiem de nombre “Lacrimosa” para que así el fuego negro ardiera hasta abrasar todo a su paso. De esta manera, los suecos se retiraron con un aleteo de victoria y los mexicanos disfrutaron de una noche espectacular.