Sombra y fuego tiñeron la CDMX; un aro de flamas se tatuó en los cielos como el presagio de una llegada. Una tarde nublada aguardaba por una figura que parecía ser un ángel y al mismo tiempo un demonio. Cuando la noche estaba por extenderse, me adentré en el templo destinado al ritual.
Al acceder, un desosiego me tomó de improviso; percibí las presencias de unos espíritus bautizados como Eretz Nod. Sus tambores entonaron plegarías dirigidas al demonio que consagraría la noche. Además, subieron con fiereza y señorío para exhibir unas guitarras atronadoras que se cobijaron con una sección rítmica ejecutada de manera sobria para generar matices lúgubres y feroces. De manera eficaz, abrieron la primera puerta del ritual para los feligreses que se congregaban.
La noche comenzaba a arder como un caldero y las sombras escurrían sus pecados; por consiguiente, la sed del vino profano fue un menester entre los asistentes que abarrotaban la barra. Al momento de humedecer la garganta, un antiguo mal tomó su lugar en el altar. Una voz que semejaba un espectro se incrustó directo en el alma; un conjuro impregnó el lugar. Maleficarum se alzó con poder.
Las guitarras discurrieron como fantasmas sobre un culto de nigromantes que bebía del mensaje enviado desde un cielo invertido. El despliegue de los poblanos fue grandilocuente. Pasajes de teclados lúgubres con momentos de ataques caóticos encendieron el fervor de los feligreses que aplaudieron el impecable show de los veteranos.
El hervor consumía la carne; no obstante, el celo de los asistentes los mantuvo firmes en espera del ángel claroscuro. Los vapores infernales y el ansía de devastación levantaron a un monstruo de nombre Askke. Tajantes y directos propagaron la misantropía desde el primer riff.
Una voz que replicaba como una bestia se abrió paso para instalarse en los corazones y expulsar todo el rencor latente. Asimismo, una espada negra cortó las venas de los fieles para que la sangre se derramara encima de un altar edificado sobre notas fúnebres y entonaciones atroces. De esta manera, la muerte se erigió victoriosa con su guadaña empuñada por Askke.
Con el rostro de la parca presente, unos verdugos salieron dispuestos a realizar su labor con el mayor frenetismo. Necroneutron emergió para sacudir el templo con guitarras colocadas como hachas sedientas y un sacerdote que meneaba la muerte en sus manos. De esta manera, un odio vomitado por el pastor de la negra máscara denunció con rigor la podredumbre de la religión cristiana; así la banda ofreció al culto la hostia de la bestialidad y se retiró para abrir la puerta final y dejar salir al demonio helénico.
Por fin las puertas se desplegaron en su totalidad; la luz y la sombra danzaron; Yoth Iria se apoderó del altar. Sus guitarras rugieron como los titanes de la vetusta Hélade; los devotos abrazaron la hybris. Por consiguiente, los sueños delirantes salieron del manto de Hypnos y su madre congregó a las brujas que se manifestaban en cada acorde del demonio de Attica.
Los cuernos se alzaron; las plegarias fueron vertidas y el pacto fue firmado entre los prosélitos y el guardián. Seguidamente, Jim Mutilator tomó el micrófono para expresar su alegría por regresar a México y tener la oportunidad de tocar para ese público; ante esto, los labios de la muchedumbre clamaron con reverencia: Yoth Iria, Yoth Iria, Yoth Iria…
A continuación, la hecatombe siguió y las libaciones se hicieron presentes. La banda exhibió una presentación como la tenacidad de Heracles y con la cualidad épica del mismo Odiseo. Riffs heroicos se levantaron como el eco de las gestas del pasado y al mismo tiempo la mano umbrosa de Nix parecía delinear las formas de un laberinto. Asimismo, Merkaal, cantante de la banda, asió las túnicas de Dionisio y en cada momento exaltó al público a entregarse al desenfreno.
Misterios y compases herméticos fueron revelados ante el culto que sacudía la cabeza y se lanzaba a los brazos de un ángel caído que se levantó con dominio del templo. Por otro lado, las moiras se paseaban entre cada acorde para acariciar a los adeptos y jugar con su destino. Además, la mano de Thanatos lisonjeó las pieles sudorosas.
La energía goteaba y el demonio de Attica se alimentó de cada suspiro para ofrendar melodías que empujaban al éxtasis y al mimo del Lucero del alaba. A causa de esto, la complicidad entre los mexicanos y griegos iba en aumento y cada uno entregó el alma en la hoguera dispuesta.
El desvarío exhalaba del sagrario y el veneno lo engullía todo a su paso. En consecuencia, Yoth Iria tomó el arco y las ropas del gran cazador para asestar las saetas en cada corazón ofrecido. De esta manera, se alzó como un verdadero rey. El omega estaba por llegar; sin embargo, faltaba poner ante el altar el cuerpo de un cristo podrido que el mutilador ayudó a crucificar. Debido a esto, la reverberación del pasado se presentó ante el culto que estalló y encontró el areté en las manos del guardián.
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